¡ Virgen Santa del Carmelo, acogenos bajo tu manto!

VIRGEN DEL CARMEN, TE PEDIMOS POR EL PROGRESO ESPIRITUAL Y MATERIAL DE ESTE ¡TU CHIVILCOY!

Tercer Domingo de Cuaresma



Queridos hijos e hijas de mi amado corazón de padre


Estamos ante un ejemplo de las enseñanzas que Jesús sabia sacar de los sucesos diarios.


He aquí hombres victimas. Unos, de una venganza sangrienta de Pilato; otros, de un accidente de trabajo. Ni unos ni otros son fatalmente culpables. El solo hecho de ser afligidos por la desgracia no implica que sean los más culpables para merecer un castigo divina Hay un hecho por el cual los hombres perecerán: si vosotros no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente. Jesús trasciende el orden puramente físico y sitúa a los hombres de cara a Dios: sin penitencia es imposible la salvación.


Esta advertencia, siempre oportuna, se dirige a todo el mundo y debe ser recibida por todos. Las palabras del Señor son válidas para todos los tiempos. Ahora, también. Tenemos necesidad de penitencia para vivir nuestra vida de cristianos. Sin un verdadero espíritu de penitencia, el pecado nos dominarla y pereceríamos como anuncia el Señor. Mientras caminamos por esta vida nos es indispensable para seguir al Señor.


Haced penitencia, dirá Jesús al comienzo de su vida pública como había predicado ya el Bautista y predicaran después los Apóstoles, apenas nacida la Iglesia. Nosotros no debemos rehuirla por miedo o por considerarla inútil. «¿Tienes miedo a la penitencia? A la penitencia, que te ayudará a obtener la Vida eterna. En cambio, por conservar esta pobre vida de ahora, ¿no ves cómo los hombres se someten a las mil torturas de una cruenta operación quirúrgica?» (Camino, n. 224). Rehuir la penitencia sería rehuir la santidad y quizá, por sus consecuencias, la misma salvación.


Lo primero que busca el Señor en nuestro espíritu de penitencia es un corazón arrepentido, conocedor de sus miserias. Os acordaréis de vuestros caminos, de vuestros Has que no fueron buenos, y sentiréis vergüenza de vosotros mismos por vuestras iniquidades y abominaciones (Ez. 36,31). Por eso la primera manifestación de esté espíritu de penitencia será la Confesión, donde este espíritu adquiere forma sacramental.


El Sacramento de la penitencia confiere la gracia —o la aumenta, cuando se recibe en estado de gracia ex opere operato, con eficacia de suyo Infalible y sin término. Sin embargo, en cada Confesión concreta, el efecto de este Sacramento está en proporción con las disposiciones del que lo recibe; como el sol —que siendo siempre el mismo— calienta más unas cosas que otras. Y si se pone un obstáculo por medio puede dejar de calentar por completo. Los antiguos autores espirituales solían enumerar 16 cualidades de la buena Confesión: sencilla, humilde, pura, fiel, frecuente, clara, discreta, voluntaria, sin jactancia, integra, secreta, con dolor, pronta, fuerte, acusadora y dispuesta a obedecer (Sto. Tomás de Aquino). Debe ser nuestra Confesión, ordinariamente, de no muchas palabras: las justas y necesarias para decir con humildad lo que hemos hecho o dejado de hacer. Acusación sin justificaciones, sin literatura, sin adornar los pecados «coloreando porque no parezcan tan malos, lo cual más es irse a excusar que a acusar» (San Juan de la Cruz). Confesión sin divagaciones, sin generalidades, sino concreta, con las circunstancias que hacen la falta mas personal más culpable, en todo su relieve. Hemos de huir de una Confesión impersonal, anónima. Confesión también clara, que nos entiendan, sin embrollos ni complicaciones. Confesión integra, total, porque «si no declaras la magnitud de la culpa, no conocerás la grandeza del perdón» (San Juan Crisóstomo). Confesión sobrenatural, como quien abre el alma al mismo Cristo, dispuesto siempre a perdonar, limpiar y curar. Y quizá también pueda ayudarnos a crecer en espíritu de penitencia el hacer cada Confesión como si fuera la última de nuestra vida en la tierra. Una de ellas será ciertamente la última antes de presentarnos ante la majestad de Dios.


El espíritu de penitencia se manifestará también en pequeñas mortificaciones a lo largo del día, que mantienen el alma despierta y alegre y que son el mejor antídoto contra el aburguesamiento. «Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no hace traición»» (Camino, n.196). Hay que darle un poco menos de comodidad, de caprichos, de gustos en la comida y bebida, etc. Muchas de estas pequeñas mortificaciones nacen con el mismo día. «Esa palabra acertada, el chiste que no salió de tu boca; la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes e inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, si que es sólida mortificación interior» (Camino, n. 173).


La vida corriente del cristiano puede estar llena de detalles de esa penitencia discreta: ofrecimiento de la enfermedad, del cansancio, trabajo bien hecho y ofrecido, puntualidad, sobriedad en las comidas, cuidado de las cosas que usamos, calor, frío, guarda de los sentidos, orden, vencimiento del propio egoísmo para que los demás estén alegres, perseverancia para acabar con ilusión la tarea comenzada, rendimiento del propio juicio, limosna..., el ayuno, especialmente en determinadas épocas del año: «El ayuno riguroso es penitencia gratísima a Dios» (Cfr. Camino, n. 231). También mortificaciones corporales con el consejo del propio director espiritual o confesor. Sin penitencia nos hemos condenado nosotros mismos a muerte para las cosas de Dios, porque el alma queda incapacitada para elevarse. Con el espíritu de penitencia él alma se rejuvenece y se dispone para la Vida. El. Señor nos lo recuerda en este pasaje.


Pero el Señor, queridos hijos e hijas, no se queda solo con dar a conocer lo sucedido frente a esta gente, y como deberán comportarse, sino que continua con un ejemplo aún más claro y les habla sobre la higuera.


En las viñas de Palestina se suelen plantar también algunos árboles frutales. Un hombre tenía plantada una higuera en su viña... Puesta en el mejor sitio para que diera fruto, con los mejores cuidados, la higuera se negaba a dar fruto año tras año.


Así pasa en la vida de los hombres. Dios nos ha colocado en la vida en el mejor sitio, donde podríamos rendir más según nuestro talento y todas las demás condiciones personales. Y nos ha rodeado de los cuidados del más experto viñador. Si pudiéramos darnos perfecta cuenta de los cuidados que Dios ha tenido con nosotros, quedaríamos anonadados.


Sin embargo, a veces encuentra pocos frutos en nuestra vida, y a veces incluso frutos malos. Podría ser que nuestra situación personal recordaba, en algunas ocasiones, la desconsolada parábola que nos narra el profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis amores: Tenia mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones (Is. 5, 1-3). ¿Por qué estos frutos amargos también en nuestra vida?


A pesar de todo, Dios sigue esperando buenos frutos en este corto plazo que nos queda. Dios no se cansa de esperar. Dios tiene fe en cada uno de nosotros. A cada falta de correspondencia, Dios responde con cuidados más esmerados. ¡Cuántas veces lo hemos experimentado!


Señor: déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella, y le echaré estiércol, a ver si así dará fruto. ¡ Cuántas veces se habrá repetido esta misma escena con nosotros! «¿Saber que me quieres tanto, Dios mió, y... no me he vuelto loco?» (Camino, n. 425).


Igual ocurrió con la oveja que —por su culpa— se perdió. Entre todo el rebaño fue la que más atenciones recibió del pastor bueno. Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros... (Cfr. Lc. 15, 5-6). Ninguna del rebaño recibió tanto honor.


Entre lo que nosotros podemos ofrecerle y los beneficios que de El hemos recibido, que continuamente estamos recibiendo y que recibiremos, no hay paridad. «El hombre nunca puede amar a Dios tanto como El debe ser amado» (Sto. Tomás de Aquino). Siempre será poco lo que hagamos.


Y Jesús sigue esperando buenos frutos de nuestra vida, como correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias recibidas. Frutos de caridad, de apostolado, de trabajo. «Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco ni en dos. Fíjate sólo en éste: en uno, en el que hemos comenzado...» (San Josemaría Escrivá)


Sigamos avanzando en este itinerario cuaresmal, preparando todo nuestro corazón para celebrar reconciliados y alegres la resurrección del Señor.


¡Dios me los bendiga!

P. Gustavo