¡ Virgen Santa del Carmelo, acogenos bajo tu manto!

VIRGEN DEL CARMEN, TE PEDIMOS POR EL PROGRESO ESPIRITUAL Y MATERIAL DE ESTE ¡TU CHIVILCOY!

Cuarto Domingo de Cuaresma



Queridos hijos e hijas de mi amado corazón de padre

Hemos sido constituidos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos: herederos de Dios y coherederos con Jesucristo (Rom. 8,17). Es una promesa de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud y la seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa herencia lo que hizo este hijo menor: podemos marcharnos lejos de la casa paterna y malbaratar todos los bienes. El cristiano, mientras peregrina sobre la tierra, puede disponer de su vida libremente: puede ser santo, sirviendo en casa de su padre o puede ser pecador, lejos de ella. Es más, la tendencia al pecado está en cada hombre. «Lo que la Revelación nos dice —afirma el Concilio Vaticano II— coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su tendencia hacia el mal, se ve anegado por muchos males... Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, individual y colectiva, se presenta como lucha —lucha dramática—, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas» (Conc. Vat. II, Gaudium et spes).


La tentación de tomar los bienes y marcharse puede aparecer en cualquier momento de la vida.


El pecado mortal es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Tan grave es este mal, que «todos los pecados mortales, aun los de pensamiento, hacen a los hombres hijos de ira (Efes 2, 3) y enemigos de Dios» (Conc. De Trento). «Por ellos se pierde la gracia santificante que nos hace hijos de Dios, queda el hombre sujeto al demonio, y se hace reo de condenación eterna» (Conc. De Trento). «No olvides, hijo, que para ti en la tierra hay sólo un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado» (Camino, n. 386).


Y aquel que un día, al salir de casa, se las prometía muy felices fuera de los límites de la finca, pronto comenzó a padecer necesidad. Fuera de Dios el hombre es un ser solitario y hambriento. «Pecó para obtener cierto placer corporal; pasó el placer, quedó el pecado. Pasó el deleite, quedó la cadena. ¡Dura la esclavitud!» (San Agustín).


La satisfacción se acabó pronto. Vino la soledad y la pérdida de la dignidad: se tuvo que poner a guardar cerdos, lo más infamante para un judío. Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé. Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a , fuente de agua viva, para e cavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener él agua (Jer. 2, 12-13).


Así se inicia toda conversión, todo arrepentimiento: volviendo en sí, es decir, haciendo un parón, reflexionando, dándose cuenta de a dónde le ha llevado su aventura, haciendo, en definitiva, un examen de conciencia, que abarca desde que salió de la casa paterna hasta la lamentable situación en que ahora se encuentra. Cuando se justifica el pecado (puede haber razones o falsas razones para justificar todo), o cuando se ignora, se hace imposible el arrepentimiento, la conversión. «Examina en ti mismo qué es lo que eres; haz todo lo posible por conocerte», aconseja San Basilio.


A este conocimiento propio, indispensable para convertirse y reemprender el camino, nos lleva el examen de conciencia. Para hacer examen de la propia vida es necesario ponerse, en la intimidad, frente a las propias acciones con valentía y con sinceridad, sin intentar falsas justificaciones, llamando a cada cosa por su nombre. En el examen de conciencia se enfrenta nuestra vida a lo que Dios esperaba y espera de nosotros.


Luego sigue el arrepentimiento: se recupera de nuevo la esperanza de estar como antes y ver también como antes, y de poder levantarse de aquella situación con la ayuda de la gracia: Me levantaré e iré a mi padre... Con el deseo de confesar el error sin querer escamotearlo o desfigurarlo. Confesión con claridad: pequé contra el Cielo y contra ti. Con humildad, sin exigir nada porque nada se merece: ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo.


Ahora ya sólo falta emprender el viaje de vuelta. Lo que hace cada hombre fiel después de cada error pequeño o grande. Somos caminantes y el tropezar con una piedra o caer de bruces puede suceder aun después de muchos años en que todo ha ido bien. Y entonces es necesario levantarse en seguida, sin dar cabida al desánimo ni tampoco, por falta de humildad, tratar de achacar al ambiente exterior o a determinadas circunstancias la razón de ser de nuestras flaquezas. Sólo a partir del reconocimiento sincero de nuestras faltas puede venir el arrepentimiento sincero y con él la paz y la serenidad. « ¡Qué cercano está Dios de quien confiesa su misericordia! Sí; Dios no anda lejos de los contritos de corazón» (San Agustín).


La persona humilde siente la necesidad de pedir a Dios perdón muchas veces al día. Cada vez que se aparta del buen camino ve la necesidad de acudir a Dios, con dolor sincero. «Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos» (San Josemaría Escrivá).


La reflexión se traduce en obras. La conversión reclama frutos de penitencia, ruptura con la vida pasada, retorno a Dios. El padre sale al encuentro de su hijo. El amor y la nostalgia del hijo aguza su vista. Se siente hondamente conmovido cuando ve su miseria. Corre a su encuentro y le prodiga todas las muestras de amor paterno. Besándolo en la mejilla lo acoge como hijo antes de que él haya podido pronunciar sus palabras de arrepentimiento. «Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?


»Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, ¡Abba, Pater! (Rom 8, 15) Padre ¡Padre mío!, porque siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo.


»La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que —por tanto— se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios» (San Josemaría Escrivá).


Al hijo no le da tiempo a decir el pequeño discurso que se ha preparado. Su padre le ha dado ya sobradas muestras de perdón.


Dios nos perdona desde el momento en que se inicia en nosotros el deseo de arrepentimiento, de volver con El: «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado» (San Agustín).


Hasta aquí nada había dicho el padre: ahora sus palabras rebosan alegría. No pone condiciones no pide cuentas, no se acuerda del pasado, ni siquiera pronuncia palabras de perdón. Piensa en el futuro, en restituir cuanto antes al que llega la dignidad de hijo. El vestido más precioso lo constituye en un huésped de honor, el anillo le devuelve la dignidad perdida, las sandalias lo declaran hombre libre. «Habiendo ya recibido al hijo en paz, habiéndole ya besado, manda le den el mejor vestido, la esperanza de la inmortalidad en el bautismo. Manda le den el anillo, prenda del Espíritu Santo, y calzado para sus pies, el evangelio de la paz, para que fuesen hermosos los pies de los anunciadores del bien» (San Agustín).


El Señor nos devuelve en la Confesión, a través del sacerdote, todo lo que culpablemente hemos perdido con el pecado: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha establecido este Sacramento de su misericordia para que podamos volver a la casa paterna cuantas veces nos hayamos descarriado, siempre que nuestro arrepentimiento sea sincero. Y en la casa de nuestro Padre Dios encontramos siempre la alegría y la paz que perdimos. «La alegría es un bien cristiano. Únicamente se oculta con la ofensa a Dios, porque el pecado es producto del egoísmo, y el egoísmo es causa de la tristeza. Aun entonces, esa alegría permanece en el rescoldo del alma, porque nos consta que Dios y su Madre no se olvidan nunca de los hombres. Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo Sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona, y ya no hay tristeza: es muy justo regocijarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado. (Lc 15, 32).


»Esas palabras recogen el final maravilloso de la parábola del hijo pródigo, que nunca nos cansaremos de meditar: He aquí que el Padre viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu espalda, te dará un beso prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, calzado. Tú temes todavía una reprensión, y él te devuelve tu dignidad; temes un castigo, y te da un beso; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete. (S. Ambrosio (San Josemaría Escrivá).


El Señor nos llena con su gracia y, si el arrepentimiento es profundo, nos coloca en un lugar más alto del que estábamos cuando caímos; «cuando acudimos a El con arrepentimiento, saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. ¿Qué nos preparará, si no lo abandonamos, si lo frecuentamos cada día, si le dirigimos palabras de cariño, confirmado con nuestras acciones, si le pedimos todo, confiados en su omnipotencia y en su misericordia? Sólo por volver a El su hijo, después de traicionarle, prepara un banquete, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a su lado? (San Josemaría Escrivá).


Cuando la parábola parece terminada, el Señor nos sorprende con un personaje inesperado: el hijo mayor.


¿Por qué el Señor introduce este nuevo personaje? Algo nos quiere decir; alguna enseñanza, quiere darnos. No hay palabras vacías en el Evangelio.


El hijo mayor está en su puesto, en el campo, trabajando la finca de su padre como lo ha hecho siempre.


Cuando vuelve a casa, la fiesta está en todo su apogeo. Oye la música y los cantos desde lejos y se sorprende. Después, un criado le informará que se celebra el encuentro de su hermano menor —que viene sin nada— con su padre. ¡Por fin ha vuelto!


Y se enfada. « ¿No te ha movido el coro, el regocijo y la fiesta de la casa? —comenta San Agustín—. El banquete de ternero cebado, ¿no te ha hecho pensar? Nadie te excluye a ti. (Todo en balde. Habla el siervo, dura el enojo, no quiere entrar)».


Es la nota discordante de la tarde. Es también la tarde de los reproches ocultos y escondidos durante tanto tiempo, que salen ahora a la luz... tantos años que te sirvo... y nunca me has dado un cabrito... y ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha consumido su hacienda con meretrices, has hecho matar para él un becerro cebado.


El Padre es Dios que tiene siempre las manos abiertas, llenas de misericordia. El pequeño es la imagen del pecador, que se da cuenta que sólo puede ser feliz junto a Dios, aunque sea en el último lugar, pero con Dios.


¿Y el mayor? Se ve que es un hombre fiel, trabajador, que ha servido siempre: no ha salido fuera de los límites de la finca; pero sin alegría. Ha servido porque no había otro remedio, y se le ha empequeñecido el corazón. Ha ido perdiendo le sentido de la caridad mientras servía a su padre. Su hermano es ya para él ese hijo tuyo. ¡Qué contraste entre el corazón magnánimo del padre y la mezquindad del hijo mayor!


El episodio del hijo mayor es tan revelador como la partida y el regreso del pequeño.


Es la imagen del justo que no se da cuenta de que poder servir a Dios y gozar de su amistad y presencia es una continua fiesta.


Es la imagen nuestra cuando no nos damos cuenta de que servir a Dios —en lo grande y en lo pequeño— es un honor. Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos. «Por tanto —dice San Agustín—, todas las honras son nuestras, si nosotros somos de El» (San Agustín).


Somos nosotros mismos cuando no nos damos cuenta que para servir a Dios hay que hacerlo con alegría, sin esperar aquí recompensa. En el servicio está la recompensa. Ya el mismo servir es reinar.

Dios espera de nosotros un servicio alegre, no de mala gana ni forzado, pues Dios ama al que da con alegría (2 Cor. 9, 7). Hay siempre suficientes motivos de fiesta, de acción de gracias, de estar alegres con Dios. Y especialmente cuando se nos presenta la oportunidad de ser magnánimos —de corazón grande— con un hermano nuestro.


Hijos e hijas, espero que esta reflexión nos ayude a todos a ser imitadores de nuestro Padre: Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.


¡Dios me los bendiga!

P. Gustavo