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VIRGEN DEL CARMEN, TE PEDIMOS POR EL PROGRESO ESPIRITUAL Y MATERIAL DE ESTE ¡TU CHIVILCOY!

Pentecostés o la hora y era de la Iglesia




Por monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Valencia


Queriodos Hijos e Hijas de mi amado corazón de Padre:

Aqui les publico el mensaje que ha escrito monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Valencia. Me

Nuestro tiempo necesita, más que nunca, la comunicación abierta de la buena noticia, con la misma frescura evangélica que se hizo después de Pentecostés ¡Qué día tan especial Pentecostés! En el mismo inicio de la historia de la Iglesia descubrimos que quienes el día de Pentecostés reciben el Espíritu Santo, están viviendo con toda hondura la experiencia de fidelidad de Dios que cumple su promesa, cuyo contenido se expresa con diversas palabras: koinonía, herencia, vida, justificación, Espíritu, Salvador, filiación bendición, libertad.

Para comprender la grandeza de Pentecostés me referiré brevemente a los profetas y al Concilio Vaticano II que nos iluminan. Y es que el Espíritu va unido al cumplimiento de una promesa para los tiempos finales. Algunos profetas ya habían hablado del Espíritu que Dios derramaría sobre toda carne, de cómo todo el pueblo sería lleno del conocimiento de Dios, que nadie necesitará enseñar a nadie y que todos serían profetas, porque el saber y el amor de Dios llenaría la tierra.

¡Con qué viveza suenan las palabras con las que el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés! Nos dice así: "Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés, a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que, de este modo, los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en su mismo Espíritu. Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna, por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo" (LG 4).

¡Qué maravilla ver la hora y la era de la Iglesia! Todo empezó con la venida del Espíritu Santo o, mejor, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María la madre del Señor. "Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch 1, 14).

En este inicio del tercer milenio, en el que la humanidad está abierta a tantas cuestiones y sobre ella recaen tantas responsabilidades y tareas, en esta "hora y era de la Iglesia" quiero manifestar la vigencia y actualidad de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, pues a través de él ha habido unas manifestaciones claras del Espíritu Santo que han marcado direcciones y tareas fundamentales. Es verdad que ha sido un Concilio especialmente eclesiológico, y en el que el tema de la Iglesia ha ocupado el centro, pero su enseñanza es esencialmente pneumatológica, está impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo como alma de la Iglesia.

¡Cuántas cosas vienen a mi mente que expresan y manifiestan esta realidad! El Concilio, en sí mismo, ha sido una ratificación de la presencia del Espíritu Paráclito en la Iglesia. Esto nos hace comprender la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización de su Magisterio, de su orientación pastoral y ecuménica. Desde aquí tenemos que valorar y considerar todas las Asambleas del Sínodo de los Obispos que han tratado de hacer que los frutos de la verdad y del amor sean un bien duradero del pueblo de Dios en su peregrinación, y también de todas las orientaciones a través de las Exhortaciones Apostólicas que nos marcan direcciones y tareas.

A poco que nos fijemos, desde luego que vemos cómo es el Espíritu el que guía a la Iglesia. Y también cómo tienen vigencia las palabras del Concilio: "La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia" (GS 1).

Urge comunicar a la humanidad la buena noticia de la salvación con el enérgico vigor del Espíritu Santo, tal y como el Señor ha querido. Y todo ello, porque es con esta fuerza con la que se elimina de la vida humana lo más horrible que le puede acontecer al hombre, aquello que decía San Agustín con tanta claridad: "amor de sí mismo hasta desprecio de Dios" (De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451).

Con la explosión de alegría del Espíritu Santo, todos los cristianos, sacerdotes, religiosos o laicos hemos de comunicar la buena noticia, para que el hombre vea en Dios la fuente de su liberación y la plenitud del bien, eliminando de raíz la propensión a ver en Dios ante todo una propia limitación.

Cuando hay intentos de desarraigar la experiencia de Dios, cuando la ideología de la muerte de Dios o del olvido de Dios amenaza al hombre, es necesario hacer memoria de lo que el Espíritu Santo nos recordaba en el Concilio Vaticano II: "La criatura sin el Creador se esfuma... Más aún, por el olvido de Dios, la propia criatura queda oscurecida" (GS 36). Y es que la ideología de la muerte de Dios o del olvido de Dios o de la marginación de Dios de toda relación con el hombre, en sus efectos demuestra que es a nivel teórico y práctico la ideología de la muerte del hombre.

¡Qué belleza tiene recordar lo que dice la Secuencia del Espíritu Santo!: "Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno". Y es que es verdad que solamente el Espíritu Santo convence en lo referente al pecado y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo para "renovar la faz de la tierra". El Espíritu Santo realiza la purificación de todo aquello que desfigura al hombre, de todo lo que está manchado y cura las heridas más profundas de la existencia humana, de tal manera que cambia lo árido y lo transforma en fértiles campos de gracia y santidad (cf. Secuencia "Veni, Sancte Spiritus").

La Iglesia cuando recuerda la fuerza de quien la guía asume el compromiso de purificar, enriquecer y activar la dimensión estrictamente religiosa y teologal, valorando la vida espiritual y sobrenatural porque sabe que es así como debe anunciar a su Señor. La Iglesia sabe que es preciso avivar y estimular con la fuerza del Espíritu Santo todo aquello que contribuya a enriquecer y personalizar más la fe de los cristianos. La Iglesia, con el impulso del Espíritu Santo, se empeña en cultivar todo aquello que contribuye a favorecer el arraigo y la aceptación de sus instituciones y de sus representantes. La Iglesia, con la pujanza del Espíritu Santo, intensifica la responsabilidad y la energía apostólica y multiplica las iniciativas evangelizadoras que ayuden a los hombres a encontrase con Jesucristo. La Iglesia por la fuerza del Espíritu Santo vive la comunión porque sabe que esto la hace creíble ante los hombres. Vivimos tiempos que nos proporcionan grandes ocasiones para demostrar nuestro amor a la Iglesia de Jesucristo que guía el Espíritu Santo.

Solemnidad de la Ascensión del Señor


Queridos hijos e hijas de mi amado corazón de padre:


JESÚS NOS ESPERA EN EL CIELO


I. Culmina en este misterio la exaltación de Cristo glorioso.


Una bendición fue el último gesto de Jesús en la tierra, según el Evangelio de San Lucas (Lc 24, 51). Los Once han partido desde Galilea al monte que Jesús les había indicado, el monte de los Olivos, cercano a Jerusalén. Los discípulos, al ver de nuevo al Resucitado, le adoraron (Cfr. Mt 28, 17), se postraron ante Él como ante su Maestro y su Dios. Ahora son mucho más profundamente conscientes de lo que ya, mucho tiempo antes, tenían en el corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías (Cfr. Mt 16,18). Están asombrados y llenos de alegría al ver que su Señor y su Dios ha estado siempre tan cercano. Después de aquellos cuarenta días en su compañía podrán ser testigos de lo que han visto y oído; el Espíritu Santo los confirmará en las enseñanzas de Jesús, y les enseñará la verdad completa.

El Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra (Mt 28,18). Jesús confirma la fe de los que le adoran, y les enseña que el poder que van a recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de renacer a una vida nueva mediante el Bautismo... es el poder del mismo Cristo que se prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los sacramentos...

Les dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra. Y después de decir esto, mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos (Primera lectura. Hech 1, 7 ss.). Así nos describe San Lucas la Ascensión del Señor en la Primera lectura de la Misa.

Poco a poco se fue elevando. Los Apóstoles se quedaron largo rato mirando a Jesús que asciende con toda majestad mientras les da su última bendición, hasta que una nube lo ocultó. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios (Cfr. Ex 13, 22; Lc 9, 34 ss.): «era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos» (san juan crisóstomo, Homilías sobre los Hechos, 2).

La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la Resurrección, el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (Jn 20,17). Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Tí, Padre Santo (Jn 17,11).

La Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio glorioso del Santo Rosario. «Se fue Jesús con el Padre. —Dos Ángeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Hech 1, 11).

»Pedro y los demás vuelven a Jerusalén —cum gaudio magno— con gran alegría. (Lc 24, 52). —Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria»(J. escrivá de balaguer, Santo Rosario, Rialp, 24º ed., Madrid 1979L Segundo misterio glorioso)


II. La Ascensión fortalece y alienta nuestro deseo de alcanzar el Cielo. Fomentar esta esperanza.


«Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso —enseña San León Magno en esta solemnidad—, sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido»(san león magno, Homilía I sobre la Ascensión). La Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada (Cfr. Jn 14,2).

El Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su Sacrificio redentor (Cfr. Apoc. 5, 6), con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el Cielo su lugar natural, pero Él, que dio su vida por cada uno, nos espera allí. «Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios (...).

»Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús (Hech 1, 12-14)»(J. escrivá de balaguer, Es Cristo que pasa, 126).

La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los Apóstoles, que «se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos»(san león magno, Sermón 74, 3).


III. La Ascensión y la misión apostólica del cristiano.


Cuando estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir (Hech 1, 11). «También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (Cfr. Jn 4, 6), cuando llora por Lázaro (Cfr. Jn 11, 35), cuando ora largamente (Cfr. Lc 6, 12), cuando se compadece de la muchedumbre (Cfr. Mt 15, 32; Mc 8, 2).

»Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?»(J. escrivá de balaguer, Es Cristo que pasa, 117).

Los ángeles dicen a los Apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les espera, que no se debe perder un instante. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la nuestra. Y hoy, en nuestra oración, es bueno que oigamos aquellas palabras con las que el Señor intercede ante Dios Padre por nosotros mismos: no pido que los saques del mundo, de nuestro ambiente, del propio trabajo, de la propia familia..., sino que los preserves del mal (Jn 17, 15). Porque quiere el Señor que cada uno en su lugar continúe la tarea de santificar el mundo, para mejorarlo y ponerlo a sus pies: las almas, las instituciones, las familias, la vida pública... Porque sólo así el mundo será un lugar donde se valore y respete la dignidad humana, donde se pueda convivir en paz, con la verdadera paz, que tan ligada está a la unión con Dios.

«Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima»(J. escrivá de balaguer, Es Cristo que pasa, 122).

Quienes conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres, trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias que acarrea cada día. Las mismas normas corrientes de la convivencia —que para muchos quedan en algo externo, necesario para el trato social— han de ser fruto de la caridad, manifestaciones de una actitud interior de interés por los demás: el saludo, la cordialidad, el espíritu de servicio...

Jesús se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros de donde vivimos o trabajamos. No dejemos de ir muchas veces, aunque sólo podamos con el corazón en la mayoría de las ocasiones, a decirle que nos ayude en la tarea apostólica, que cuente con nosotros para extender por todos los ambientes su doctrina.

Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.


¡Dios me los bendiga!

P. Gustavo